Las notas son los ladrillos de un edificio.
Ennio Morricone


No puedo imaginar la humanidad sin la Música ni la Arquitectura. Puedo concebirla sin escribir libros, esculpir formas, danzar minuetos, pintar cuadros o representar personajes. Puedo, lo reconozco, entreverme a mí con alguna dificultad para vivir sin leer o ir al cine, pero la Música y la Arquitectura son para la humanidad en su conjunto como el aire que respiramos sus integrantes uno a uno.  Imprescindibles. Y además forman parte de la misma abstracción, código, lenguaje, técnica y, si me lo permiten, uso colectivo y masivo.

En junio de 1996 asistí en el IVAM de Valencia a la presentación del proyecto del Museo de las Ciencias por parte de su creador, el arquitecto Santiago Calatrava. Ante la maqueta inmaculada de su edificio, Calatrava dedicó toda su disertación a hablar de la obra de Johan Sebastian Bach. Los asistentes no dábamos crédito. Horas más tarde sus frases todavía resonaban en mi cabeza. El arquitecto compone una gigantesca sonata con sus planos, bocetos, recursos y remates; el músico erige una catedral de secuencias que huyen, se encadenan, se atemperan, se separan y resuelven.

Alguna vez he escuchado, y suscribo, que la música de Bach es la de las esferas y los cuerpos celestes y que sus combinaciones de notas son entidades físicas, que figuran en el mundo real, al alcance de la mano, pero sólo percibidas y aprehendidas por un cerebro inusitado. Pura ecuación matemática. Es como si Bach –el mayor genio musical de todos los tiempos-, a través de sus cadencias polifónicas y pluralidad de voces, hubiera inventado el tipo de equilibrio, proporción y correspondencia adecuadas entre las diferentes partes de un conjunto. Eso es, sin más, la armonía. La armonía, en este caso, de sonidos.

Creo que cualquier arquitecto, aspira al mismo concepto puro en cada una de sus obras. La armonía de las formas. Otra cosa es que lo consiga, disponga del talento, el presupuesto sea el pertinente o sucumba a las presiones políticas y/o urbanísticas. Pero en su afán figura la areté helénica, aquel concepto que introdujeron Platón y Aristóteles para designar la excelencia y la virtud en el devenir humano. Una realización arquitectónica, por muy humilde o vulgar que sea, se trate de un polideportivo o de un bloque de viviendas sociales, debe tener su seña de identidad y su areté. Es labor de su creador imaginarlas y plasmarlas.

El arquitecto es un filósofo que busca un concepto primigenio, la razón de su criatura, el por qué de su existencia. Después dispone la tabla rasa en su imaginación, siente el vacío del Din A3 (el vacío del pentagrama), pero pronto diseña trazos, volúmenes, parametría, logística y resolución de problemas (las líneas de su sinfonía). En su itinerario el arquitecto crea una pauta (el motivo que se repite), idea un ritmo (el compás que mide el timing), inventa formas dispares (las escalas divergentes de la partitura) y, finalmente, resuelve las conexiones y remates (las re-uniones de notas y la cúspide de los momentos de clímax).

Cuando concluyen su trabajo, tanto el arquitecto como el músico saben si consiguieron o no aquella intención inicial que encendió la mecha, la sombra abstracta que los cobijó, el aroma del perfume oculto que pretendían. Por fin, se desprenden a la fuerza del ego y entregan su creación a un público al que nunca conocerán en persona.

La humanidad no puede sobrevivir sin la Arquitectura, de la misma forma que la nota musical no puede subsistir sin el silencio. ¿Se imaginan un mundo en el que todas sus viviendas, edificios, hábitats y conjuntos estuvieran construidos bajo la misma idea arquitectónica, por el mismo y repetido y único algoritmo mental, como esos bloques uniformes de viviendas obreras, esas columnas grandilocuentes de sedes de gobierno o esas fachadas ministeriales de ladrillos cara a vista que pueblan nuestras peores pesadillas procedentes de las tentaciones totalitarias de la humanidad?

La Arquitectura es el aire que respiramos.