Arriba, en el patio, mi tio ha encontrado su lugar de meditación. Y no es una clase de yoga ni un retiro mindfullness. Después de recoger la almendra en septiembre, los capazos inundan el cobertizo llenos de este fruto seco envuelto por su áspera y agujereada cáscara, y son estos capazos los que hacen sonreír a mi tio. Porque aunque le guste la recogida de la almendra, su verdadero disfrute empieza al partirla. Solo le hace falta una humilde silla de plástico del bar de al lado, un cubo metálico puesto al revés, y la pieza más clave, una piedra de la cantera del Chinorlet. Y con el mismo martillo de hace 50 años, empieza un vaivén de golpes sincronizados, de una maestría milimétrica. Esta sucesión de movimientos idénticos son los que le llevan a un estado meditativo y de contemplación, hasta llegar a tal punto que ve cada almendra como un universo propio, diferente de la anterior y todavía más diferente de la que vendrá. Y así es como se pasa horas y horas meditando, sin mantra, sin oraciones, sin audios guiados pero meditando hasta que escucha desde la ventana de la cocina "Tio a comerrrrrrrrr, ya está puesta la mesa”, y por mucha hambre que pueda tener estoy seguro que lo que a él le gustaría es poder seguir partiendo almendra.